Echo de menos el rumor de fondo

René Magritte «La llave del campo» 1936

Echo de menos las horas puntas, las colas en los museos y las aglomeraciones en el Rastro, no porque añore estar apretujada, parada, sino porque forman parte de ese escenario urbano  que voy a buscar intencionadamente dos o tres días a la semana. Ya conocéis mis paseos urbanos en soledad o acompañada, donde me pierdo por esas calles que conozco tan bien y medito como si estuviera retirada en un monasterio. Echo de menos los semáforos en rojo que me obligan a pararme, y cuando se ponen en verde soy una más en la masa de peatones. Nunca cruzo en ámbar porque me estresa y yo voy a la capital  a relajarme.

MarK Rothko «Entrada al metro» 1938

Echo de menos el metro que me lleva de un sitio a otro sin equipaje y sin aduanas, que me permite mirar más allá de mi horizonte doméstico y, si me da miedo lo desconocido, me agarro a la barra del vagón con las dos manos. Ese lugar donde la gente entra y sale sin pedir permiso a nadie, y nadie sabe a dónde va o de dónde viene, que hay escaleras que te suben y te bajan de una manera gratuita, y música en directo por unos céntimos. Allí también hay un espejo de la realidad: gente con corbata, mujeres con tacones, empleados de Glovo, inmigrantes cansados y repartidores de poesía que te piden la voluntad. Hay planos en todas las estaciones que te permiten viajar por debajo de la tierra durante horas, y si decides salir, hay salida.

Echo de menos perder el tiempo cuando voy a comprar el pan. Y escuchar a las amigas que no les da de sí el día. Recuerdo una charleta el pasado mes (en las conversaciones cotidianas hay muchas más profundidades filosóficas de lo que creemos). Coincidí con una amiga mientras compraba fruta “¿Pero bueno, eres la cuarta  persona conocida que me encuentro esta mañana, me he movido en menos de 30 metros y llevo más de dos horas dale que te dale? Es que si no tienes tiempo no puedes salir a comprar por el barrio, empiezas a hablar y no paras”. Y la frutera, mientras me daba  el cambio metió baza “Esto es muy bonito, mujer, encontrarte a la gente y charlar un rato, salir tranquilamente de casa a pie, sin coger el coche, y ver caras conocidas. Ahorras tiempo y lo inviertes en salud” .

Roman Ondák (1966 – )Performance «La Fila»

Echo de menos las pulsaciones rápidas y estresantes de mi amiga Isabel cuando llama a mi timbre y deja el coche mal aparcado  “Tengo poco tiempo porque estoy en el trabajo a tope, dos minutos para el café y me voy Paloma” Por supuesto que esos dos minutos se convierten en dos horas y el café en dos gin-tonic,  “Hija no nos da tiempo a nada, lo que hemos dejado en el tintero. Siempre nos falta tiempo” .

No echo de menos dar la vuelta al mundo, ni ninguna sala de cine donde exhiban la película que ganó los Oscars este último año, ni conducir un descapotable ni asistir una conferencia de un Premio Nobel. Ni coger un barco, ni un avión Tampoco me agobian las horas en casa ni gestiono mal mi agenda. El problema es cuando abro las ventanas y veo mi calle tan vacía que hasta los coches aparcados lloran por abandono, y quieren salir disparados hacia la M 30 y  meterse en un atasco. Los perros pasean pero no ladran porque no se asuntan de nadie. Hay un silencio pactado, pero silencio.Y todo es muy extraño. Estamos en soledad, privados de los otros, estamos extraños por su ausencia.

Edward Hopper (1885 – 1967)

Por eso, echo de menos la otra soledad, la que refleja el pintor Edward Hopper  según Antonio Muñoz Molinael retiro  sereno, reflexivo, con frecuencia melancólico, pero no aturdido, ni desesperado, la contemplación del interior en el mundo que lo rodea, en un silencio de quietud espiritual que tiene el rumor de fondo de la presencia de los otros, del ruido de un tren o de las voces de una película, el de las conversaciones de los desconocidos en el vestíbulo del hotel” 

Echo de menos la soledad compartida. Por eso, me gusta Hopper. Os dejo que voy a aplaudir a los sanitarios…y ver a mis vecinos

Crónica de una semana: entre la autodefensa del hoy y la ignorancia del mañana

Entre el penúltimo fin de semana y el que cerramos ayer hay una gran distancia y no siete días. Hemos tenido en nuestra vida días largos o cortos, pero este tiempo, al que me refiero, tiene otra dimensión y no tenemos calendario ni reloj en el mercado que sea capaz de calcular su extensión. Los días, las horas y los minutos no sirven para cronometrar el asombro, la alarma, el miedo y la anormalidad de la actividad privada y social en los últimos días. Más que medidas de tiempo necesitaríamos las de peso y longitud para calcular la carga, y ¿hasta cuándo esta situación? Nadamos entre lo desconocido, lo nuevo, el agobio ante el futuro y los aplausos a los trabajadores de la sanidad pública.

Empezó la semana arrastrando la misma inconsciencia del fin de semana, con la autodefensa del hoy como bandera y la ignorancia en el mañana. No teníamos que besarnos pero se nos escapaban los besos. Funcionaban como si no fueran chicos de los recados del cerebro y actuaran por libre. Nos advertían amigas médicas muy sensatas: nada de besos, nada de reuniones, distancias de un metro como mínimo y lavarse mucho las manos. Nos daban estos consejos  mientras compartimos mesa con ellas y hablábamos sobre el coronavirus y la división del feminismo en el último 8 de marzo. Cada asunto tuvo su preocupación y su pasión. Más tarde debatimos sobre  el libro “ A Sangre y fuego” de Manuel Chaves Nogales, durante hora y media. Sin besos y sin abrazos decidimos alargar la tarde y tomarnos una copa más. Nos enteramos que se cerraban los colegios en la Comunidad, y conscientes del problema y su gravedad pedimos la segunda ronda para seguir hablando del tema. Un asunto de esta envergadura necesitábamos compartirlo. La distancia social no aparecía en mis planes, ni contemplaba su posible existencia. Hablamos sin tocarnos pero juntas alrededor de una mesa. La inconsciencia iba perdiendo terreno, pero al intentar protegerme de la  histeria, apareció como si fuera la única manera de sobrevivir, el instinto de mantener la normalidad.

Me acuerdo en una tutoría de mi hijo cuando era pequeño que la psicóloga del colegio me preguntó ¿pero el  niño ve Espinete todas las tardes ? Sí, le contesté, y también El Coche Fantástico, Oliver y Benji, y muchas veces vemos juntos MacGyber. Ella anotó todos los datos, y sin hablarme de sobresalientes ni excelencias, me dijo “Vale, todo bien, normal, y además el niño es muy sociable”. Y salí tranquila y satisfecha, mi hijo había aprobado el test de la normalidad.

Era uno más, como cualquier lunes. Mientras bajaba la Cuesta de San Vicente para volver a casa en la 518, Madrid palpitaba en la normalidad (eso quería creer yo). La Gran Vía lucía con sus rótulos luminosos y el Edificio España se imponía como siempre, pero ya en el asfalto revoleaban los virus a sus anchas.

Se cerraron los colegios el miércoles y se abrieron las voces infantiles en los jardines de los adosados. Mi urbanización por unos días se rejuvenece y se oyen niños jugueteando o recibiendo instrucciones, son los hijos de los amiguitos de mis hijos. Han devuelto la primavera.

Se posa un pájaro en un uno de los tres lados de la enredadera y va de un sitio a otro tan tranquilo porque él no está aislado ni en cuarentena. Ocupamos el mismo espacio: el pequeño jardín, pero yo estoy confinada y él vuela. Si se comunicara conmigo me diría “Paloma te veo igual que siempre, sentada mirando a las hortensias como crecen y con un libro entre las manos”. También las aves sacralizan la normalidad. El sábado y el domingo estos jardines han vuelto al silencio. Los nietos, se han ido a pasar el fin de semana con los padres. 

Se acaba la semana y me cuestiono ¿He pasado por situaciones similares a esta? Me vienen a la cabeza dos fechas: el 23 F y el 11M . Le pregunto a una amiga, más joven, sobre el atentado de Atocha. La mañana del 11 M la pasamos juntas y por eso le he consultado por whasap y le he pedido dos palabras. “Paloma como quieres una respuesta rápida, se me ocurren cosas comunes: gravedad, lo colectivo supera a lo individual, y los medios periodísticos  serios se  convierten en nuestras vidas; lo diferente: la dimensión de la amenaza, el dolor por las víctimas que se sustentaba en el conocimiento de sus vidas, y ahora solo son números” Sobre el  23 F le pregunto a una persona que comparte edad e ideas políticas: “La paralización actual va para largo, con el tema del 23 F había que resolverlo rápidamente, en poco tiempo, además el golpe de estado fue producto del factor humano y la pandemia, de la Naturaleza” Son respuestas breves recogidas recién levantados, pero las necesitaba para cerrar la semana y dejar espacio a la reflexión. Tiempos para no olvidar. No se olvidan.

Comienza una nueva: más aislados y más conscientes, por eso aplaudimos. Sin besos y sin abrazos, pero no solos. Ellas y ellos nos han oído al otro lado de la pared.

Gracias

 

Dedicado a otra inconsciente como yo, que además de besarnos en la manifestación del 8 M, nos volvimos a abrazar el martes en el teatro María Guerrero «Taxi Girls», con la pasión de siempre.

¿Quieres que te guarde un sitio en la cena?

«Sorpresa del trigo» Maruja Mallo (1920 – 1995)

¿Al final, con qué te quedas? ¿Qué salvas? ¿Qué cartas enseñas a San Pedro para que te abra las puertas del cielo? La decisión de San Pedro no nos tendría que importar  mucho porque ya estaremos  muertas cuando llamemos, la duda está en el terrero de la vida. Lo que nos preocupa es la vida que encendemos cada mañana en la mesilla de noche. Lo que nos queda por vivir es lo importante. 

Somos viejas y somos más sabias y por eso traducimos  una pregunta de una amiga en una declaración de amor ¿Quieres que te guarde un sitio en la cena? Sí, quiero que me guardes un lugar y sentarme a tu lado. Luego casi no la vi en toda la noche pero yo ya sabía que tenía un ancla.

¿Cuáles son nuestras anclas? Seguramente las que tenemos hijos decimos que son ellos, porque nos atan a los genes y a los cuidados, nos sentimos imprescindibles. Pero cuando nos levantamos y encendemos el interruptor sabemos que no es así, los queremos a rabiar, pero han volado hace tiempo aunque sigan viviendo en casa, y como dice una amiga sabia “Paloma de los hijos debemos esperar lo que nos quieran dar”. ¿El trabajo? Al final nos despiden, nos jubilamos o cerramos el negocio y hay que volver a encender el día.

Hace unos siglos, pocos años, Dios era el fundamento, pero ya no, incluso para los más creyentes ya no sirve porque estamos en esta época que decimos modernidad. ¿Somos más libres? de Dios sí, pero no de otros de otros dioses más domésticos, que al final son nuestros verdaderos apoyos y nuestras agarraderas. Esos son los que tenemos que alumbrar cada mañana y si tenemos una libreta donde apuntamos los sueños, podemos añadir también cuales son nuestras anclas, y algunos días  comprobamos  que coinciden ¿Te guardo un sitio en la cena? 

Siempre soñamos que nos quieren.

Escuchar. Tarea nada fácil

Luis Garay (1893 – 1956) «Dos mujeres»

Ibamos Ana y yo hacía mi casa. Eran casi las doce de la noche  de un día laborable y quiso dejarme en la puerta, porque al día siguiente tenía yo que madrugar. Quitó la llave del motor y le pregunté ¿Qué tal? ¿Has estado a gusto? “Sí, muy a gusto. Nos hemos escuchado.”

Ella era  la más ajena al grupo de mujeres que acabábamos de despedir. Estuvimos casi cinco horas de tertulia. Todas nos conocíamos, menos ella. De ahí mi insistencia. Yo la había llevado de la mano y me sentía responsable.

Nos hemos escuchado”, con esa letanía abrí la puerta de mi casa y me dormí. Y me desperté con la misma cantinela. Parece que es algo obvio, pero no es frecuente. Ana tiene la sencillez de la tierra y la sabiduría de la brevedad “Nos hemos escuchado”, sentenció. Siempre que se ofrece a llevarme a casa en coche, nos despedimos sin el ruido del motor. Son solo unos segundos, pero la llave gira y se silencia. Las últimas palabras que nos dirigimos y nuestro último abrazo no tienen ruido de fondo que nos distraiga.

Ana es una de mis amigas que nos buscamos para quedar, pero sobre todo para hablar. Nos citamos en el mismo lugar apresuradamente muchas veces, como si fuéramos amantes y nos fuera la vida en ello  Y aunque no tenga ese bar mesas camillas, somos capaces de vestir con faldas las de formica y convertirlas en el espacio más íntimo, y en vez de  lámpara de mesa con luz indirecta pedimos una de mejillones al vapor y unas bravas para reconciliarnos con el entorno, y somos capaces de convertir el bar  El Gallego, en la Plaza de las Margaritas, en un café de la vieja Viena con olor a boquerones en vinagre.

Frida Kahlo (1907 – 1954)

Y en este ambiente tan nuestro, solo nuestro, comenzamos a relatar el último minuto de nuestra vida como si fuera una catástrofe mundial o el acontecimiento más pequeño del mundo ¿sabes Paloma que ayer mi hijo pequeño, que ya tiene 24 años el jodio, nos calentó la pizza congelada y mientras la partió de mala manera nos dijo que nos quería? Mientras me lo contaba guardé silencio y la abracé, como cuando ella me lleva a casa en su coche y quita la llave del motor y me abraza. Una semana antes en este mismo lugar de la vieja Viena con olor a boquerones en vinagre nos contábamos que los hijos eran unos egoístas y qué a ver cúando iban a ofrecer sus casas para celebrar las nocheviejas porque ya estamos cascadas «Paloma que a veces no puedo ni con mi alma cuando vuelvo del club de lectura, ya no soy la que era, y menos cuando me tomo dos vinitos» «Antes aguantaba carros y carretas ahora estoy para que me sirvan, pero me temo que estos hijos nuestros na de na» «Bueno Ana quedémonos que os calentó la pizza congelada y os dijo que os quería» Ella me sonrió con esa complicidad que da la amistad y pasamos a otro tema. Con los hijos somos conformistas pero con nosotras ponemos el listón más alto, y siempre queremos más. Los mejillones al vapor y las bravas ya no están en el plato ¡Por favor, una de torreznos de Soria y otra de pimientos del piquillo, ah y dos cañitas más pero en copa como usted ya sabe!

Escucharnos no es tan normal, ni está ligado a los afectos. Hay personas que queremos mucho pero no establecemos ninguna intimidad. Muchas veces, con gente no muy apegada al corazón he llegado a tener conversaciones plácidas y con cierta honestidad, donde no se han sacado artificios y cada parte cuenta no grandes secretos pero tampoco mentiras. No se presume de sueldos, ni de hijos, ni de felicidad. Tú eres solo tú, sin adjetivos. Y se habla, ligando los cabos  sin monólogos aburridos, como si se estuviera tejiendo, montando puntos, uno del derecho y otro del izquierdo, y cada aguja al unísono, sin competitividad. Cuando nos escuchamos nos damos cuenta de que somos muy parecidos y especulamos menos  sobre nosotros y sobre los demás.  Mientras hablamos y sacamos a relucir nuestros pecados y nuestras culpas nos liberamos y nos acompañamos. Y  nos reímos.

Pisarro (1830 – 1903) «Dos mujeres hablando junto al mar»

Cuando se acaba uno de estos encuentros, te preguntas o se pregunta tu piel ¿Por qué no repetir si la cosa funciona? 

¿Palo, dónde estás? En la farmacia frente a La Parada. Ana cuando me llama nunca me pregunta cómo estoy, es como Google Maps, sólo le interesa mi ubicación. «Vale, en cinco minutos en El Gallego, necesito contarte una cosa”. Y voy pitando  hacia la vieja Viena con olor a boquerones en vinagre porque allí Ana me está esperando.

 

 A Ana y a las muchas Anas que tengo