Echo de menos las horas puntas, las colas en los museos y las aglomeraciones en el Rastro, no porque añore estar apretujada, parada, sino porque forman parte de ese escenario urbano que voy a buscar intencionadamente dos o tres días a la semana. Ya conocéis mis paseos urbanos en soledad o acompañada, donde me pierdo por esas calles que conozco tan bien y medito como si estuviera retirada en un monasterio. Echo de menos los semáforos en rojo que me obligan a pararme, y cuando se ponen en verde soy una más en la masa de peatones. Nunca cruzo en ámbar porque me estresa y yo voy a la capital a relajarme.
Echo de menos el metro que me lleva de un sitio a otro sin equipaje y sin aduanas, que me permite mirar más allá de mi horizonte doméstico y, si me da miedo lo desconocido, me agarro a la barra del vagón con las dos manos. Ese lugar donde la gente entra y sale sin pedir permiso a nadie, y nadie sabe a dónde va o de dónde viene, que hay escaleras que te suben y te bajan de una manera gratuita, y música en directo por unos céntimos. Allí también hay un espejo de la realidad: gente con corbata, mujeres con tacones, empleados de Glovo, inmigrantes cansados y repartidores de poesía que te piden la voluntad. Hay planos en todas las estaciones que te permiten viajar por debajo de la tierra durante horas, y si decides salir, hay salida.
Echo de menos perder el tiempo cuando voy a comprar el pan. Y escuchar a las amigas que no les da de sí el día. Recuerdo una charleta el pasado mes (en las conversaciones cotidianas hay muchas más profundidades filosóficas de lo que creemos). Coincidí con una amiga mientras compraba fruta “¿Pero bueno, eres la cuarta persona conocida que me encuentro esta mañana, me he movido en menos de 30 metros y llevo más de dos horas dale que te dale? Es que si no tienes tiempo no puedes salir a comprar por el barrio, empiezas a hablar y no paras”. Y la frutera, mientras me daba el cambio metió baza “Esto es muy bonito, mujer, encontrarte a la gente y charlar un rato, salir tranquilamente de casa a pie, sin coger el coche, y ver caras conocidas. Ahorras tiempo y lo inviertes en salud” .
Echo de menos las pulsaciones rápidas y estresantes de mi amiga Isabel cuando llama a mi timbre y deja el coche mal aparcado “Tengo poco tiempo porque estoy en el trabajo a tope, dos minutos para el café y me voy Paloma” Por supuesto que esos dos minutos se convierten en dos horas y el café en dos gin-tonic, “Hija no nos da tiempo a nada, lo que hemos dejado en el tintero. Siempre nos falta tiempo” .
No echo de menos dar la vuelta al mundo, ni ninguna sala de cine donde exhiban la película que ganó los Oscars este último año, ni conducir un descapotable ni asistir una conferencia de un Premio Nobel. Ni coger un barco, ni un avión Tampoco me agobian las horas en casa ni gestiono mal mi agenda. El problema es cuando abro las ventanas y veo mi calle tan vacía que hasta los coches aparcados lloran por abandono, y quieren salir disparados hacia la M 30 y meterse en un atasco. Los perros pasean pero no ladran porque no se asuntan de nadie. Hay un silencio pactado, pero silencio.Y todo es muy extraño. Estamos en soledad, privados de los otros, estamos extraños por su ausencia.
Por eso, echo de menos la otra soledad, la que refleja el pintor Edward Hopper según Antonio Muñoz Molina “el retiro sereno, reflexivo, con frecuencia melancólico, pero no aturdido, ni desesperado, la contemplación del interior en el mundo que lo rodea, en un silencio de quietud espiritual que tiene el rumor de fondo de la presencia de los otros, del ruido de un tren o de las voces de una película, el de las conversaciones de los desconocidos en el vestíbulo del hotel”
Echo de menos la soledad compartida. Por eso, me gusta Hopper. Os dejo que voy a aplaudir a los sanitarios…y ver a mis vecinos