Vivir alerta

Julia se levanta de madrugada y camina descalza, intentando no hacer ruido y baja las escaleras a oscuras para no levantar sospecha. Por su edad necesita agarrarse fuerte a la barandilla para no resbalarse, sobre todo en la curva, en esos peldaños irregulares. Cuando se queja a su amigo Luis que es aparejador, siempre le contesta  que no hay más remedio que diseñar así las escaleras en los chalets adosados para aprovechar el espacio. Aunque no le convence esa respuesta tiene claro que en la oscuridad más absoluta la barandilla es la única tabla de salvación. Por eso Julia se agarra bien a la madera para llegar sana a la planta baja. Una vez a salvo se prepara un café intentando reducir al mínimo el sonido del microondas. Todas las mañana toma el café templado.

Se arrincona en el sofá, enciende la lámpara de pie y abre el libro por la página 102, donde lo cerró el día de ayer. En la mente de Julia no hay confusión de ruidos, solo se oyen pasar las páginas leídas. Cuando suena la cisterna de los vecinos, Julia cierra el libro por la página 135  y  su cuerpo se pone en alerta. “Ahora a esperar”.

La espera en la vida de Julia es un estado que la mantiene en vilo durante todo el día, desde que se encontró dos ramas de su madroño cortadas ante la puerta de su casa, cuando volvía de sus compras diarias. Ese mismo día pidió consejo a su amigo Pedro, que es policía municipal:

– No te preocupes Julia, tú ni has visto nada, ni hay sospechosos, con lo cual no se puede denunciar, es posible que le molestaran las ramas a algún vecino al pasar por tu casa, además  las ramas de tu árbol volverán a crecer, el problema sería que te cortaran un brazo, ese no crece solo .-  Le contestó Pedro en tono de broma para quitar hierro al asunto y tranquilizar a Julia.

Pero las palabras del policía local no solo no la tranquilizaron sino que desde ese día la pusieron en guardia permanente. Julia no tenía ninguna explicación para lo sucedido ¿habrá sido un accidente, una  agresión o un maleficio? Solamente vive en calma unas horas en la madrugada cuando no hay confusión de ruidos en su mente. En esos momentos sin tensión interna, Julia recupera las emociones pasadas y transforma su salón, solo iluminado por una lámpara de pie, en un lugar bonito y soleado. Es entonces cuando se inventa el silencio y se olvida del ruido de su propia nevera, de la lluvia que cae a raudales, y de los galgos encarcelados en los garajes que ladran con pena. Ese silencio que solo se inventa en las ciudades  es el que le permite volver a abrir el libro por la página que lo cerró la madrugada anterior.

 La armonía se acaba cuando oye la cisternas de los vecinos que dan pared con pared, o los estornudos alérgicos de Cesar en el  jardín de enfrente, sonidos humanos ajenos a su silencio inventado. Desde ese momento Julia se pone en guardia y se instala en la ventana que da a la calle por si el peligro aparece de frente, por la entrada a la casa: Debo estar prevenida para impedir el paso a los vecinos inquietos que arrancan ramas de mi madroño o a los mal nacidos que quieren arrancarme un brazo.

Algunos días, en las esperas más largas Julia frente a la ventana, se abandona y mira por los cristales sin alarmas, y ve gente que camina sin prisas, niños que van a la escuela o gente que va y viene sin mirar a nadie, y es entonces cuando Julia se relaja y se confiesa:  la única protección tangible que tengo son el libro y la barandilla, ningún poder extraño puede apoderarse de ellos porque yo misma los sujeto con fuerza con mis manos, sin ellos solo soy miedo. 

Julia vuelve a subir las escaleras cuando cae la noche  cansada de su propio miedo, pero sube segura agarrada a la madera. Sueña con el silencio inventado en las ciudades que volverá a escuchar, en la página 135 del libro que abrirá a la mañana siguiente y en la lámpara de pie que iluminará su salón en plena oscuridad.

Las ilustraciones son de James Whistler (1834 – 1903)