Extraños (o cercanos) en un tren.

Empiezo un viaje de largo recorrido con nuevos compañeros de viaje  que me despediré de ellos cuando lleguemos a nuestro destino, sin saber cómo nos llamamos y por qué vamos juntos durante dos horas y media. Dios los cría y ellos se juntan. ¡Cuántas horas a lo largo de nuestra vida pasamos en estas circunstancias! En las colas por cualquier motivo, en las salas de espera de médicos, en los gimnasios…Desconocidos pero compartiendo tiempo y lugar. Si estuviéramos afectados durante ese periodo por un mismo motivo haríamos causa común, celebraríamos una asamblea espontánea, escribiríamos una carta y la firmaríamos. Nos pasó en una ocasión a mi familia durante un vuelo a Grecia, se averió el avión y aterrizamos de urgencia en Barcelona, nos dejaron abandonados y sin información, indignados los pasajeros llegamos a hacer una espontánea concentración en pista, pero despúes “Aquí paz y después gloría”.

Miro a mis compañeros  de viaje en el AVE y me cuestiono si haría un minuto de silencio por ellos como hago ante un dolmen, ante los restos de Calatalifa (la antigua ciudad árabe de mi pueblo)  o ante ruinas  arqueológicas  que tanto me conmueven. Cuando viajaba con mi gente y con mi padre, ante una ruina o monumento arqueológico les pedía un minuto de silencio por esos hilos  de humanidad que nos unían con los habitantes de esos lugares de hace miles da años. En mi familia no somos creyentes, pero sí somos litúrgicos. Mi padre era el primero que se abrazaba a un árbol o cronometraba el minuto de silencio, y mis hijos me seguían por obediencia o porque asumían ¡que eran cosas de mamá! . Los del AVE, los del dolmen y yo somos la misma humanidad.

Miro a mis compañeros de viaje y veo que no hay ningún gesto de excitación en sus rostros, ningún atisbo de aventura, de sentirse protagonistas de algo épico. Algunos duermen con la boca abierta, otros miran el móvil, ninguno lee un libro en papel y ninguno mira con ensoñación el paisaje por la ventanilla. Estos viajes ya no se contarán como hazañas porque son simples traslados de un lugar a otro. El viaje en sí no tiene importancia. Para mi madre mucha, ella nos decía “yo quiero ir en coche a Irún tomarme un café y volver a Madrid”. Para ella lo importante era el viaje, por eso sus destinos deseados eran lo más lejos posible: Irún (el extranjero todavía no existía) . Quizás para mi madre el viaje era una huída, una huida relativa porque siempre había billete de vuelta o quizás, un simple cambio de aires o tener la sensación de que en un lugar,  en un paisaje eres, por un tiempo, un ave de paso.  

Pienso en mi madre mientras miro, a través de la ventanilla, cómo ha cambiado la luz del día y el paisaje durante el trayecto. Ya estamos llegando. Me imagino a mi madre adormilada, con la cabeza ladeada en el asiento, el pelo blanco y sus gafas de montura de pasta torcidas. Sin un libro de papel entre las manos pero con una alegría inmensa por viajar y conocer un lugar distinto. La segunda parte solo la sabría yo, porque si la mirara otro viajero del tren solo vería una señora mayor, adormilada por propio aburrimiento.

Anuncian por megafonía que nos faltan ya pocos minutos de trayecto. Algunos de mis compañeros de viaje se levantan apresurados a coger su equipaje como si tuvieran mucha prisa por llegar porque alguien les espera o van a ser protagonistas de algo grande.  Otros más tranquilos esperan a que se abran las puertas del tren para entrar con paso firme y sereno a la ciudad. Yo soy de las últimas en salir porque he añadido un último párrafo en mi bloc de notas ¿quién soy yo para eternizar en letra impresa “Estos viajes ya no se contarán como hazañas porque son simples traslados de un lugar a otro”? Soy una pretenciosa  me digo, y me acuerdo de la canción de Raphael “¿Qué sabe nadie?”

Cierro la libreta, la meto en el bolso, miro por última vez a mis compañeros y los veo variados : alegres turistas que descubren una ciudad, o habitantes que vuelven a su hogar. También imagino la cara de mi madre si la estuvieran esperando, en la estación de Alicante, sus bisnietas Nora y Carmen, a las que nunca conoció. 

Arrastro la maleta por el andén y percibo que no soy la última, detrás la compañera de viaje que he tenido durante dos horas y media enfrente de mí, escribe algunas cosas en un breve cuaderno mientras me está mirando ¿qué anotará?

Ilustraciones de Manuel Gómez Arce (Badajoz 1951)

La armonía con la vida también se hereda

Es mediodía y ya me han pasado cosas. Me he ido a hacer una PCR al Hospital de Móstoles, allí me he encontrado una carpa junto a la entrada principal destinada para esa prueba. Cuando he entrado solo había dos personas antes que yo, un anciano y una joven que le llevaba del brazo Señora no puede pasar usted, por aquí señor, se sienta en esta silla, deje la nariz libre, se baja la mascarilla hasta la boca pero manténgala cerrada. La joven, a mi lado sufría, “Es que a él todo esto le supera, es mi abuelo”. Cuando acabó la prueba le miré ¿85 años? iba vestido como vestía mi padre, pero con garrota (mi padre no la llegó a usar): jersey burdeos, camisa discreta y pantalón gris. Ayudado por el bastón, salió por su propio pie, y con los deberes hechos. Me dio la sensación de que los nervios estaban en la nieta, y en el señor anciano lo que había era un estupor muy grande, pero poco a poco iba saliendo de la carpa, apoyado y pasito a pasito.

Como la mente es muy rápida y se dispara, he cambiado de personajes en esta escena, y he visto a mis tres sobrinas o a mis hijos acompañando a su abuelo Justino a hacerse una prueba PCR. Me imagino el cuidado y protección hacia mi padre, nerviosas porque esta situación para nuestros viejos es difícil, y también me imagino a Justino, aturdido y nervioso, pero diciendo a su nieta que no es para tanto la molestia, que solo ha sido un cosquilleo, y que las dos enfermeras disfrazadas de astronautas eran unas profesionales muy preparadas, y que  el sistema de salud público es una maravilla. ¡Qué suerte tenemos, cómo han cambiado las cosas! Para mi padre la tarjeta de la seguridad social era un cheque en blanco para vivir sin problemas, y el bono transporte unas alas que te llevaban a todas partes. Y la modesta pensión era bastante para regalar 50 euros en los cumpleaños y el día de Reyes a sus nietos e hijos.

Imaginar este cambio de personajes, y estos diálogos me ha resultado conmovedor y a la vez reconfortante para huir de este pesimismo que nos invade. Ver a mi padre cuidado por sus nietas a las que él cuido hace años con verdadera atención y pasión, y escuchar las posibles y reales palabras del abuelo siempre viendo la botella medio llena, te abre un poco los pulmones para seguir respirando. Se heredan muchas más cosas que la vivienda y los pequeños ahorros, por ejemplo, una cierta armonía con la vida.

Ya en mi pueblo, aparco el coche a la puerta de mi casa, y me voy andando a hacer recados, que no son compras necesariamente. Busco un sinónimo de recados, y encuentro quehaceres o tareas. Me gustan las tres palabras. Mi primera tarea es entregar el último libro que hemos leído en el Club de lectura de la Biblioteca Municipal (otro servicio público) , y recoger el nuevo. Allí nos encontramos tres tertulianas que íbamos a hacer el mismo recado, y decidimos tomar un café en la terraza de Rodilla. Ya sentadas aparece otra tertuliana que viene de andar, y a los pocos minutos otra. Nos juntamos cinco ¿De dónde vienes Cristina? de hacer pequeños quehaceres ¿Los has hecho todos? No, he dejado adrede unos pocos para volver mañana a la calle, no quiero que se me acaben hoy todos. Emilia dice que está muy contenta de habernos encontrado y que ella paga el café. En ese momento me viene a la cabeza mi madre y mi tía María, mujeres muy trabajadas, una haciendo 50 comidas al día en un bar, y la otra limpiando casas,  pero capaces de escaparse a Sol, a probar y comer un pollo asado (que era una novedad en esos tiempos),  tomarse un café con una ensaimada recién hecha ellas solas, comprarnos el mejor jamón de York del barrio, y jugar a las cartas y dejarse ganar. A ellas les gustaba la calle y juntarse.

Las del Rodilla de hoy, tenemos más tiempo que mi madre y mi tía María, y más medios que ellas, pero compartimos  un tercer elemento que no sé como llamarlo. ¡Benditas ellas que nos lo han trasmitido!

Me queda medio día, a ver qué sucede.

A mis sobrinas, y a mi hijos, seguros cuidadores de Justino…y a Emilia, que nos ha pagado el café .

Ilustraciones de Mary Cassatt (1844 – 1926)