Paseo entre jaras, con María y Milagros.

Un lagarto cruza el camino y nos fascina, se para y vuelve a desaparecer, y nos quedamos embelesadas ante la sorpresa. La vida te ofrece a veces este sobresalto y se para el tiempo sin tiempo, sin infancia, ni madurez, ni experiencia alguna que te pueda anticipar el asombro. Estamos a pocos metros de la población donde vivimos pero nos hemos escapado por la mañana, y nos creemos Heidi, hadas del bosque o simplemente agradecidas ante tanta explosión primaveral. Es una lagartija, decimos las ignorantes.- no, es un lagarto.-  dice la entendida, porque es más grande. El lagarto ya ha desaparecido y seguimos caminando disfrutando del campo, de las flores, de las explicaciones de la entendida, y también de la compañía, y de la empatía, puntualiza María, una de las tres amigas. Al cabo de unos minutos aparece otro y Milagros grita ¡mirad el lagarto miradlo, el lagarto ante tanto griterío se pierde entre las margaritas y las jaras, entre las encinas, los alcornoques, y los pinos.

Esta mañana el Monreal, un espacio forestal que tenemos en Villaviciosa de Odón, era una fiesta para los ojos, y para el sosiego. El campo no es un jardín, no es ese trozo domesticado o seudosalvaje que tu dominas, sino son caminos y tierra a través. Es un libre albedrío y tu eres una hormiga. Es horizonte, es tierra extendida si no hay montañas y, es variedad. Nombrar cada uno de los árboles, cada arbusto, cada florecita, es una tarea ambiciosa, Milagros lo hace, y nosotras le preguntamos o nos limitamos a fotografiar. Captamos la belleza sin ponerla nombre, que también tiene su sentido. La ignorancia tiene la virtud de la virginidad, que no hay un antes sino que siempre es un ahora, pero si Milagros da nombre y reconoce los pájaros por su canto, todo se multiplica. Esta mañana hemos escuchado a la perdiz. 

Dos horas de paseo, de sosiego, de charla, de silencio y de horizonte. El horizonte da esperanza, porque siempre hay un más allá, una transcendencia. Y sobre todo una calma. Nos hemos confesado que el campo en muchas ocasiones de enfado, de desasosiego, de ansiedad ha sido para nosotras una escapada, una huida hacía adelante, una soledad que nos ha tranquilizado y, que nos ha dado fuerza para el retorno.

La reinas del paseo han sido las jaras, pero siempre han estado acompañadas de consorte, de florecitas amarillas y violetas, y de árboles en flor. Hemos fotografiado sobre todo a las jaras con sus flores con los colores del huevo frito, blanco de clara y amarillo de yema,  hemos visto también caballos muy bellos, sobre todo uno gris, y también un rebaño con ovejas y cabras, que limpiaban los campos para prevenir incendios, y hemos visto el árbol que plantó mi nieta mayor Carmen, gracias a la maravillosa labor que hacen los ecologistas de Villaviciosa de Odón que organizan plantaciones incorporando a las familias con niños en esa tarea. Los ecologistas y las ovejas y las cabras ayudan al campo para que siempre esté vivo, y nosotras lo vivamos. Gracias.

Volvemos al retorno, por el puente de la variante, volvemos a la población donde habitamos. Yo vuelvo con las horizontales y las verticales que me da el campo, aparte de las flores. Volvemos, y volvemos contentas  y nos despedimos con un beso. ¿Por las jaras, por el lagarto, por las encinas, por el piar de la perdiz? También por la empatía, como dijo María, una de las tres amigas.

La espera

 

 

Llego al andén y el metro está asomando el morro en la estación, espero que pare y abra las puertas, pero no entro. Está casi lleno, me siento en el banco de metal y veo en los anuncios luminosos que el próximo estará dentro de 4 minutos. Espero. Veo carreras, empujones y alguna desilusión o ¿desesperación? porque no han llegado a tiempo. Me acuerdo de esa expresión ¡ha perdido el tren! como si fuera la ultima oportunidad de su vida. Así andamos, perdiendo metros, pasando semáforos en ámbar y llegando por los pelos a todo. 

Yo, mientras espero cuatro minutos a subirme al carro, pienso que solo he perdido un metro y no la oportunidad de mi vida. Considero que es un buen síntoma, pero soy incapaz de postular que soy más feliz que el que va tras el vagón en marcha jugándose la vida.  Quizás al final del trayecto le esté esperando algo que yo no sepa. No todo es estrés ni la enfermedad de la prisa, es posible que en la próxima estación esté su anhelado regalo ¡nos desconocemos tanto!

 

 

 

 

 

Espero porque no he seguido la rutina y no he cogido el metro en la estación de siempre. Después de acabar mi horario laboral me he dejado llevar por la primavera que hoy empieza y me he puesto a andar por esa Castellana que ya es un poco mía aunque sea de ejecutivos, precarios y pijos. Te apoderas de los lugares porque los pateas y al final llegan a ser tuyos. Conozco dónde hay semáforos, donde hay palacetes y edificios modernos que me gustan mucho. Los he hecho cantidad de fotos ¡Algunos me fascinan!  Sé dónde hay menús y dónde solo cartas caras. Al final lo he hecho mío casi todo, menos los señores mayores acompañados de mujeres emigrantes con uniforme de chacha, o las chachas con uniforme que esperan en las paradas de los autobuses a los hijos de los señores ¡eso  me rebela! Es posible que en otros lugares ese servilismo esté camuflado, en mi barrio laboral es pura plasticidad. Es evidente. Y en esos momentos es cuando me veo  ajena a esas diferencias buscadas. Necesitar que el que te sirve vista de una manera que señale la diferencia, como es la escalera de servicio, es porque crees que no todos somos iguales aunque vayas a misa. Es un barrio de pijos y de ancianos, de trabajadores de bancos y oficinas con taper, de empleados mal pagados, de turistas buscando un campo de fútbol, de balcones con o sin  banderas nacionales y de conversaciones contra Manuela Carmena en el 14 y en el 150. Y de periodistas mal pagados custodiando eternamente el Bernabéu, por si aparece la Virgen de Lourdes en algún momento en forma de futbolista. Es la liturgia de los tiempos.

Espero en el andén porque no tengo prisa ni niños que recoger en el cole. Ni ir a la peluquería ni ver un partido de tenis, ni leer un libro. Espero porque esperar me sitúa no en la antesala de la meta, sino en el andén de una estación que, durante cuatro minutos, me permite anclarme en lo que vivo, olvidándome por un brevísimo tiempo que no tengo que coger un metro para llegar a no sé donde. Espero porque esperar es tan importante como tomar el siguiente tren, como si fuera el último.